En 2024 encontré una cámara digital de segunda mano, un objeto aparentemente trivial. Al recogerla, la transacción se transformó en una conversación marcada por ternura y tristeza. La mujer que me la vendió me dijo que, al llevarme la cámara, también me llevaba un pedazo de su corazón. Por alguna razón —que prefiero atribuir al azar, y no a lógica— se sintió en confianza para contarme la historia de la dueña anterior: su hermana, quien falleció un año antes en un accidente.